(*) Esta fábula de Hans Christian Andersen es un clásico ejemplo de engaño. Disfruten su enseñanza.
Imagen: Deviant Art (roweig) |
Había una vez un emperador muy pero muy vanidoso que pasaba mucho tiempo mirándose en el espejo y probándose ropa. Tanta era la dedicación que ponía en su guardarropas que descuidaba los asuntos de estado para poder pasar más tiempo arreglándose...
Sabiendo esto, un día dos pícaros pidieron audiencia con su majestad diciendo ser sastres capaces de crear el más fabuloso traje nunca visto.Como se imaginarán, esto interesó mucho al emperador, así que los recibió y les preguntó:
"¿En verdad sois tan buenos sastres?" Por supuesto majestad, dijo uno de ellos, pero el mérito no es solo nuestro. El secreto de nuestro trabajo está en la magnífica tela que empleamos".- "¡Ohh! -exclamó el soberano entusiasmado- no puedo esperar para ver esa tela maravillosa. Mostrádmela ahora mismo"-les ordenó. Entonces los dos hombres le dijeron: "Por supuesto majestad. Pero debéis saber algo más: ésta es una tela mágica que le permitirá detectar a sus súbditos de bajo intelecto, pues sólo la gente inteligente puede ver esta tela". Y así diciendo le extendieron al emperador sus brazos vacíos, simulando sostener en ellos la tela encantada. "Aquí la tenéis"-dijeron. Y al no ver nada, el emperador pensó: "¿Será que soy tan tonto que no puedo verla? Nadie puede enterarse, así que fingiré verla y pediré opinión a mis ministros para estar seguro de que la tela es hermosa".
Entonces preguntó a sus consejeros presentes: "¿Qué piensan ustedes de esta tela?" Y como nadie quería pasar por tonto, todos contestaron: "Magnífica, majestad. Realmente digna de un emperador". Así fue que los falsos sastres fueron contratados por una cuantiosa suma para confeccionar un traje con esa tela.
Muy pronto se corrió la voz en todo el reino de que su vanidosa majestad tenía un nuevo traje que la gente tonta no podía ver; y que, como era su costumbre, desfilaría ante el pueblo para que todos pudieran alabarlo.
Finalmente un día, los presuntos sastres anunciaron que el trabajo estaba terminado, presentando al emperador una percha vacía de la que, se supone, colgaban las nuevas ropas del emperador. Ilusionado, el soberano, fue "vestido" con la ayuda de los dos pícaros que no paraban de manifestar su admiración por lo perfecto que el traje sentaba a su majestad. Y, aunque el emperador no veía frente al espejo más que su imágen en calzones, les siguió la corriente y salió a las calles del reino para que todos pudiesen admirarlo.
Todo el pueblo se había congregado para ver el traje mágico, pero al igual que los demás, nadie se animó a decir que no podía verlo, por temor a ser considerado un tonto, así que comenzaron a alabarlo y felicitarlo. Pero entre la multitud, un niño pequeño gritó: "¡Miren, el emperador está desnudo!!"
Y todos entonces comenzaron a reir porque se dieron cuenta de que lo que el muchacho decía era verdad. Entonces, el emperador cayó en cuenta del engaño y perdido por la vergüenza, volvió corriendo a su castillo para cubrirse. Desde ese día, nunca más volvió a estar tan pendiente de su vestuario y comenzó a ocuparse de su reino como un verdadero soberano.
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