Todos los días, pese a que las cosas parecen estar más o menos iguales, ocurren millones de diminutos cambios, los cuales sólo se hacen evidentes cuando miramos hacia atrás y aplicamos perspectiva.
¿A qué viene esta filosofía del cambio? A que para ser algo constante es a la vez algo muy deseado y buscado por gente que a menudo no tiene idea de lo que quiere. Peor aún, gente que no se percata de lo que ya tiene y que no analiza la impertinencia de buscar un cambio que, tarde o temprano, llegará solo, sin nadie buscarlo.
El cambio es una constante universal. Es el fenómeno detrás de la evolución a través de las décadas en estudios, cotidianidad y estilos de vida. El fenómeno detrás de las ideologías que surgen a través de los siglos. El fenómeno que explica el mero acto de envejecer, al menos a nivel visual.
Aún cuando es una constante, hay ocasiones en que no se puede esperar que el cambio llegue de manera natural, sino qué hay que motivarlo, impulsarlo y hasta crearlo.
Hay miles de ejemplos donde la necesidad de un cambio se hace evidente, tanto en el plano personal como colectivo.
Sí. A veces la necesidad de cambio nos lleva a tomar acciones contundentes, a veces hasta radicales. Ahora bien, ¿qué pasa cuando esa necesidad de cambio es fabricada, o, peor, la acción propuesta para llegar al cambio es una falacia revestida de buenas intenciones que ocultan un fin ulterior?
El resultado en ambos casos es decepción, seguida de un profundo lamento que no hace nada por mitigar la situación.
La palabra cambio, al igual que vocablos “bonitos” y -en teoría- atractivos como revolucionario, extraordinario, innovación y reingeniería, es una de cuyo uso se está abusando desde hace mucho.
De tanto usarse para embellecer textos, ideologías, discursos y demás, estas palabras se han desgastado y hasta han perdido su significado y validez.
¿Qué es un cambio? Un nuevo rumbo, una forma de hacer las cosas diferentes, algo que se aleja de lo que hasta ese momento era la norma. Prometer estas acciones, sea a nivel personal o colectivo, para hacer posible un cambio, es muy fácil. La parte dura es cumplir, ejecutar esas acciones y mantener el compromiso.
Debería resultarnos obvio que cualquier promesa de cambio, similar a esos productos “revolucionarios” que pueblan los infomerciales, es algo vacío y sin valor, un gimmick que busca momentáneamente satisfacer lo que se asume como una necesidad o un deseo.
No todos los cambios son positivos o deseables, ni siquiera aquellos por los que echamos la pelea o por los que insistimos. Parte del problema es que el cambio buscado no siempre depende de nosotros, y esto es especialmente cierto cuando se trata de promesas de un tercero.
Hay cambios que no tardan en convertirse en pesadilla. Hay cambios que no pasan de ser un montón de promesas huecas. Hay cambios que a la clara fueron un engaño orquestado con objetivos muy definidos pero no necesariamente evidentes para las víctimas.
Es hora de aprender que los cambios no ocurren de la noche a la mañana, sino que toman tiempo en manifestarse. Es igualmente hora de aprender que el ser humano es un animal de costumbres y que realmente su compromiso con el cambio es algo efímero en el mejor de los casos.
La gente es gente. Las costumbres prevalecen. Las ideologías marcan la pauta, a veces de manera subconsciente. La lección que realmente debemos aprender es que promesas de cambio, revolución y demás son un engaño encubierto, y es fácil detectarlo por el mal uso de esas palabras desgastadas.
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