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Desde el anonimato la gente es capaz de cualquier cosa. Insulta gente, hace maldades, difunde rumores, provoca situaciones incómodas y, a todo esto, se sale con la suya, o al menos así parece.
El anonimato es algo casi tan viejo como la humanidad misma. Desde antaño la gente ha sentido la necesidad de ocultar su verdadera identidad, ya sea por comodidad, por proteger su integridad o simplemente para hablar libremente sin consecuencia alguna.
¿Es útil el anonimato? Todo depende de las circunstancias. En la época de Galileo, por ejemplo, algunas cosas era mejor manejarlas desde esa posición, y de esto podría dar testimonio el propio Galileo, que tuvo que someterse a la humillación de la iglesia católica cuando osó defender la teoría heliocentrista de Copérnico, que básicamente establecía que el planeta Tierra giraba en torno al sol.
En circunstancias como esas, donde dominaban la ignorancia, el prejuicio y la vanidad por encima de la razón, de seguro era mejor emitir ese tipo de juicios desde el anonimato, o al menos bajo un alias, que viene a ser lo mismo porque la identidad que se muestra no es la real.
La historia está repleta de alias, sobre todo en arte y literatura. Ejemplos famosos incluyen a George Sand (Aurora Dupin), Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber) y Ellis Bell (Emily Brontë), tres mujeres escritoras que por los prejuicios de sus respectivas épocas adoptaron nombres masculinos para así poder publicar sus obras sin problema alguno.
Si bien estos son ejemplos de siglos atrás, el anonimato sigue vigente al día de hoy, en ocasiones por razones justificadas, en otras porque sí. Aunque la humanidad en conjunto ha evolucionado, los aspectos de ignorancia, odio, prejuicio y discriminación persisten, lo mismo que el ego y la vanidad, dos factores siempre presentes en dictaduras y otras formas de regímenes autoritarios. Bajo circunstancias como estas, el anonimato y los pseudónimos suelen estar a la orden del día, y no es para menos.
Ahora bien, en democracias abiertas, ¿qué uso pudiera tener el anonimato? Aunque hay situaciones donde el anonimato se justifica, bajo estas circunstancias generalmente esta es una posición cómoda que asume la gente cobarde para poder hacer y deshacer a sus anchas, sin tener que dar la cara ni mucho menos pagar las consecuencias. Hace unas décadas el epítome de este fenómeno eran los pasquines; ahora lo vemos en todo su esplendor en internet, sobre todo en el contexto de la web 2.0. con su proliferación de blogs, foros y redes sociales
En la web, la gente, escudándose en el anonimato, se toma atribuciones y se cree con derecho a insultar y ofender. Esta es quizás la forma más pura de trolleo, y por ser algo tan común y desagradable, son muchos los sites que obligan a los comentaristas a identificarse.
Si el autor de un blog se identifica de buena fe y da la cara en todo lo que publica, ¿por qué no puede su público hacer lo mismo? No es justo para nadie estar recibiendo comentarios anónimos, sobre todo cuando encierran amenazas, insultos o juicios erróneos de valor. ¿Cómo se le responde a eso? Si bien es cierto que a los trolls jamás debe respondérseles, no es menos cierto que debe haber alguna forma de defenderse de esos ataques, aún sea por fuera del blog, de manera privada.
Cierto es que el anonimato, al menos a nivel web, no es para siempre. Hay formas de identificar a los que dejan comentarios anónimos, pero en ocasiones requiere de conocimientos y habilidades un tanto profundas, o al menos del uso de programas especiales para los fines. Quiere decir entonces que lo mejor es cortar con ese mal de raíz, estableciendo parámetros para evitar comentarios anónimos.
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