Que la gente carece de sentido común no es ninguna novedad. Que la mayoría de la gente no piensa, tampoco. Al igual que muchos, estoy de acuerdo con eso de que algunas reglas están hechas para romperse, pero esto no es algo que siempre aplique o que tenga sentido. En algunas instancias las reglas tienen un objetivo bien definido, y no llevarse de ellas puede salir bastante caro a la larga.
El mejor ejemplo de reglas que están por algo y que es mejor cumplir tiene que ver con el tránsito. Los semáforos, al igual que los letreros, las señalizaciones en el pavimento y las convenciones establecidas en los manuales cumplen con el nada sencillo objetivo de evitar muertes pendejas, accidentes aparatosos y tratar de mantener un flujo de tránsito adecuado. Sin embargo, la mayoría de los conductores dominicanos no respeta esas cosas, creyéndose poseedor de un derecho divino que le permite hacer lo que quiera y salirse con la suya. El resultado lo vemos a diario en la forma de tapones interminables, accidentes aparatosos y demás incidentes que derivan de manejar entre animales.
Otro ejemplo de reglas que la gente rompe alegremente, a veces sin detenerse a pensar en la razón subyacente o en las posibles consecuencias de su conducta: las restricciones de edad que suelen acompañar a las producciones cinematográficas. Yo entiendo que en su casa, si a usted le da la gana de poner a su hijo de 7 años a ver películas de contenido claramente adulto y complejo, ese es derecho; de ahí a que sea una buena idea, es otra cosa, pero es su derecho. Ahora bien, en el cine, las cosas se supone que deben ser distintas.
¿Qué hace un niño de 5,6 u 8 años viendo una película tan fuerte y explícita como "The Girl With The Dragon Tattoo"? En esa película, además de lidiar con la desaparición de varias mujeres que fueron asesinadas en realidad, hay escenas fuertes de abuso sexual y agresividad, y, vaya casualidad, cuando estaban esas escenas fuertes salían de entre los asientos de la sala los chillidos de niños asustados y que a la clara no debían estar viendo eso. Probablemente tuvieron pesadillas después, y no los culpo.
Si eso fue malo, peor fue lo que pasó ayer: fui al cine a ver "Sherlock Holmes: A Game of Shadows", una película que también tiene una carga bastante grande de agresividad, golpes, explosiones y persecuciones. Pues, para mi asombro, en la fila que me quedaba atrás había unas mujeres con dos bebés de meses, con todo y cochecito. En un momento dado, uno de esos bebés empezó a llorar bien fuerte, tanto que ahogó por completo los sonidos de la película. Nadie se inmutó, nadie se quejó ni apareció un supervisor que fuera capaz de poner el orden. Al rato, empezó el bebé a llorar de nuevo, y la que se supone es la madre, como para calmarlo, sacó un juguetito con ruidos infantiles que sacaban de concentración.
¿A quién en su sano juicio se le ocurre llevar un bebé de meses al cine? No solo es una incomodidad para los demás espectadores, sino que el propio bebé sufre al estar en un ambiente incómodo, desconocido, oscuro, con luces cambiantes y sonidos estruendosos. Pero, como a nadie le importa nada, pasa eso y hasta más de ahí.
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