Ah, el elusivo sentido común. Todo el mundo lo conoce, muchos le hacen referencia, pero muy pocos lo aplican de manera efectiva.
Si no, ¿cómo se explica que una persona decida comer arenque, bacalao, filete encebollado o cualquier platillo al ajillo en los confines de una diminuta oficina? No hay nada peor que un olor de esa naturaleza concentrado en la oficina y esparcido a otros lugares por efecto del aire acondicionado, o, peor, porque dejaron la puerta abierta, presumiblemente porque nadie en la oficina aguantaba el vaho.
¿Aún no se convence de que el sentido común es el menos común de los sentidos? Quizás este ejemplo le ayude a salir de dudas: un individuo llega a un parqueo de uso exclusivo para empleados, se adueña del primer espacio que encuentra (a todo esto, la supervisión en el sitio es nula), y no deja rastro. Obviamente esta situación genera un problema para el dueño del parqueo, que cuando llega se ve forzado a dejar su vehículo mal estacionado, bloqueando al invasor.
Pero este ejemplo va más lejos. ¿Cuál sería el colmo de esta situación? Que el invasor, siguiendo con sus animaladas, decida salir a la fuerza del estacionamiento, rayando o chocando al vehículo que le bloquea. ¿Que estoy exagerando? Para nada, si yo misma he sido víctima de eso.
Y así, en el día a día, nos topamos con cientos de instancias donde el sentido común o se fue de viajes o simplemente nunca existió. Tal es el caso de la gente que se entra a un baño a fumar, que se pone a hablar alto en medio de una película, que mientras maneja chatea por el teléfono o que entra a una tienda de alimentos con un perro en la cartera.
¿Sentido común? Ni en sueños.
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