La gente raras veces admite que se equivocó con algo, sobre todo cuando ese algo tiene el potencial de arruinarle su carrera o provocar un fuerte desvío en su vida. No, antes que admitir culpa, es más fácil transferir la culpa a otro, y mientras más lejos e inocente sea esa otra persona, mejor.
Esta mala costumbre está presente en todas partes: la casa, el colegio, la universidad, el trabajo, incluso en el día a día, mientras se hacen diligencias, se conduce por las calles o se dispersa la mente en actividades de entretenimiento. Después de todo, el humano es propenso a cometer errores, aún cuando quiera pretender que es perfecto (para nada).
Cuando una situación de estas sucede en el ámbito laboral, mientras más encumbrado quien cometió el error, menor la posibilidad de que admita culpa alguna. En esos casos lo que casi siempre se hace es buscar un chivo expiatorio, generalmente un individuo que no es del total agrado de la gerencia y que suele pasar desapercibido. En pocas palabras, alguien totalmente extraño y ajeno a las circunstancias.
La mala costumbre de traspasar culpas no solo viola las más elementales reglas de la ética, sino que hacen un daño terrible a la víctima que tuvo que cargar con la misma. Dependiendo de la severidad del caso, es posible que ese que sirvió de chivo expiatorio pierda su trabajo, sin importar si se trataba de algo injusto o si de casualidad se encuentra en mal momento financiero. Si no pierde el trabajo, entonces es posible que sea sujeto a las más variadas formas de humillación, burlas y falta de respeto.
Defenderse a toda costa puede funcionar en un primer momento, sin que nadie sospeche. Pero cuando el mismo caso se da una y otra vez, es cuestión de tiempo antes de que asomen las sospechas y ese que tanto se defiende pierda su credibilidad.
¿Cómo protegerse? Simple: anotar todo, guardar todo y llevar registro de todo. De esa manera, si algún vivo trata de transferir culpa, se tiene todo para demostrar lo contrario.
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