En estos nueve meses se han puesto de moda las mascarillas, los geles antibacteriales (pese a que COVID-19 es supuestamente un virus), el confinamiento, el toque de queda, el teletrabajo, los encuentros virtuales y los saludos de puños o con el codo. Antes de ese fatídico día en marzo en que la OMS decidió que, por fin, estábamos en una pandemia, el mundo siguió manejándose con la prisa y el desparpajo de siempre. ¿Qué cambió?
De entrada, una declaración de pandemia no se queda ahí, sino que se hace acompañar de un conjunto de acciones que, en teoría, está diseñadas para preservar la salud colectiva de la gente y evitar el colapso de los servicios de salud. En la práctica, según hemos visto, las cosas no han salido del todo bien con COVID-19, y si bien se busca casi siempre acusar a la población del fracaso de las medidas, la realidad es que estamos ante algo desconocido y que hasta se especula fue mandado a hacer, una suerte de arma biológica para acabar con el mundo.
En cierto modo podemos afirmar que COVID-19 ha acabado con el mundo, no solo por los millones de muertes y de enfermos declarados, sino por la pérdida masiva de empleos, el impacto financiero de una productividad a cuarta y a media, los millones de pequeños y medianos negocios que se fueron a la porra y el terrible trastorno que ha supuesto la pandemia a la cotidianidad.
La gente, por vía del odioso confinamiento y las limitantes que impone el toque de queda, se ha visto obligada a trabajar, educarse y socializar desde su casa. Esto en principio no es malo, pero a la carrera y de manera constante, harta. Resolver aquellas diligencias que no se pueden hacer online, por la razón que sea, son una odisea en la que hay que andar con una mascarilla incómoda sorteando un mar de gente que está en la misma situación desesperante.
Hay una paradoja fundamental que se desprende de todo este asunto de toque de queda y demás: mientras más limitados los horarios, mayor aglomeración de personas. Esto se ha visto en bancos, supermercados, farmacias, y, ahora que las cosas se han ido relajando un poco, en bares y restaurantes.
Si la COVID-19 se pega por la cercanía con el otro, no hay toque de queda que valga. Se supone que esta porquería se contagia a cualquier hora del día, por tanto, ¿cuál es el punto de limitar los horarios? Bastaría quizás con que se haga cumplir la normativa de distanciamiento social, pues ni siquiera las mascarillas parecen contener su avance, según se ha visto y comprobado. Claro está, reutilizando mascarillas sucias y usándolas de la manera incorrecta es poco lo que se logra, pero esto no es más que parte del egoísmo y la estupidez humana.
Ya hemos establecido que la COVID-19 se pega a cualquier hora, y de ahí pasamos a otra cuestión: ¿discierne entre clases sociales? OBVIAMENTE QUE NO, pero, ciertos comportamientos dan pie a pensar que en ciertos estratos no afecta, y esto es una falacia cara que nos lleva al último punto: LAS AUTORIDADES NO ESTAN EXENTAS.
¿Cómo se espera que una población cumpla con las normativas de horario y demás cuando las autoridades de turno, las responsables de hacer cumplir, violan todo flagrantemente, más de una vez al día? El ejemplo empieza por casa, por tanto, esto no es justo ni válido.
Con el denominado "virus chino", como le dio a Trump con llamarle, lamentablemente hay que convivir si no queremos que la economía -local o mundial- colapse del todo y quedarnos permanentemente confinados en casa. El momento es propicio para analizar si toda esta trancadera ha servido para algo más que desesperar a la gente y quebrar economías a diestra y siniestra. Es también momento de dejar de ser tan ignorantes y salvajes y aplicar nosotros mismos la cuestión del distanciamiento social para evitar que la pandemia esta no tenga fin.
Hay decenas de teorías de conspiración que dicen que este asunto de COVID-19 no es más que un engaño, un intento por controlar a la población mundial. También señalan los intereses económicos relacionados, sobre todo por el lado de Big Pharma. Estas teorías no han sido probadas, y probablemente nunca lo sean, pero una cosa es segura: COVID-19 anda circulando desde antes de marzo 2020, hablándose de su presencia -a lo callado- desde agosto o septiembre 2019 en China, donde empezó todo. A lo largo de esos meses, ¿cuánta gente se habrá enfermado de ese virus sin siquiera saberlo? ¿Cuántos murieron? ¿Y si la pandemia creó un estado de aprensión tal que los síntomas y la respuesta psicológica aumentaron sobremanera, al punto de empeorar las cosas?
El que no sabe es como el que no ve. Hay un reguero de gente que le ha dado COVID-19 y ni se ha dado por enterada. ¿Habría cambiado el panorama si se enteran en las actuales circunstancias? Quizás nunca se sepa, pero, es como para pensar.
Con esto no se niega la existencia de la pandemia o la necesidad de cuidarse de la plaga, pero, de una vez por todas, es hora de entender que TODOS debemos poner de nuestra parte para apreder a convivir con este nuevo huésped. De lo contrario, nos jodimos.
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