¿Te identificas con las situaciones por las que pasan personas cercanas a ti? Se trate de un familiar, un compañero de trabajo, la pareja, una amistad o un perfecto extraño que acabas de conocer, siempre te ocurre lo mismo al exponerte: escuchas, comprendes, te pones en los zapatos del otro y, si está a tu alcance, tratas de resolver o, al menos, ayudar.
Esto no es más que una manifestación de empatía, y pese a que el término es relativamente común, su ocurrencia en el día a día no es quizás tan frecuente.
El que es empático por naturaleza no tiene que hacer nada por activar el mecanismo, con toda la carga que ello supone a nivel emocional y hasta de salud mental.
Ayudar al prójimo es bueno, y bien lo recuerda aquel refrán que dice que “es mejor dar que recibir”. El empático no puede evitar entrar en acción la mayoría de las veces, pero entonces hay un problema que el resto de la gente no tiene idea que ocurre: con el paso del tiempo estás personas se desgastan y se agobian con tantos problemas que “reciben”. Peor aún, es normal que al efectivamente ayudar no reciban nada a cambio.
El acto de escuchar a una persona, sin ánimo de juzgar su condición o circunstancias, es una acción noble y a la que no se le puede poner precio. Esto es justamente lo que hace un empático, pero entonces, no ocurre al revés: el empático también quiere que alguien lo comprenda y le dé una mano.
Paradójico el mundo, ¿no es así?
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